MATRIMONIO Y UNIÓN CIVIL HOMOSEXUAL

Compartimos una reflexión de Mons. José María Arancedo, Arzobispo de Santa Fe
 
Cada tanto reaparece el planteo de dar un tratamiento jurídico a las uniones homosexuales similar al matrimonio. Casi siempre se argumenta que se trata de una decisión libre de dos personas del mismo sexo que desean convivir, y reclaman los derechos propios de un matrimonio heterosexual. La negativa a esta propuesta se la considera como un acto discriminatorio. Con el respeto que merece toda persona, creo que la realidad del matrimonio es un bien público que hace a la vida y a la cultura de una sociedad. No se trata, por lo tanto, de un tema menor, su importancia radica en que en él se definen aspectos que hacen a la vida y futuro de una comunidad.
El matrimonio como relación estable entre el hombre y la mujer, que en su diversidad se complementan para la transmisión y cuidado de la vida, es un bien que hace tanto al desarrollo de las personas como de la sociedad. No estamos ante un hecho privado o una opción religiosa, sino ante una realidad que tiene su raíz en la misma naturaleza del hombre, que es varón y mujer. Este hecho, en su diversidad y reciprocidad, se convierte, incluso, en el fundamento de una sana y necesaria educación sexual. No sería posible educar la sexualidad de un niño o de una niña, sin una idea clara del significado o lenguaje sexual de su cuerpo. Estos aspectos que se refieren a la diversidad sexual como al nacimiento de la vida, siempre fueron tenidos en cuenta como fuente legislativa a la hora de definir la esencia y finalidad del matrimonio. En el instituto del matrimonio se encuentran y realizan tanto las personas en su libertad, como el origen y el cuidado de la vida.
Esto no debe ser considerado como un límite que descalifica, sino como la exigencia de una verdad que por su misma índole natural y significado social, debe ser tutelada jurídicamente. Estamos ante una realidad que antecede al derecho positivo y, por lo mismo, es para él fuente normativa en lo sustancial. Utilizar el término de discriminación cuando se pretende igualar el matrimonio con una unión homosexual es incorrecto, porque no se parte de las notas que lo definen y hacen a su identidad. Cuando se exigen determinadas aptitudes o condiciones, en este caso la diversidad y reciprocidad en orden a la procreación, no se puede hablar de discriminación. Afirmar la heterosexualidad como requisito para el matrimonio no es discriminar, sino partir de una nota objetiva que es su presupuesto. Lo contrario sería desconocer su esencia, es decir, aquello que es. Hay un falso sentido de igualdad que no pertenece a la justicia, porque no parte del sentido de la misma de la realidad.
Es propio de la justicia distinguir. Al negar la posibilidad de uniones civiles entre homosexuales no hay discriminación, toda vez que: “es posible realizar distinciones de trato entre personas sobre la base de ciertas cualidades personales o naturales, siempre y cuando estas distinciones resulten compatibles con la finalidad o finalidades intrínsecas del instituto, función o realidad práctica de que se trata en cada caso, ya que en estas situaciones las cualidades personales influyen decisivamente en la conducta de los sujetos y en la consiguiente posibilidad de alcanzar aquellas finalidades” (Massini, citado por la Dra. María Josefa Méndez Costa). Esto no debe entenderse como la negación de un derecho a alguien, sino la necesidad jurídica de afirmar y tutelar un instituto que tiene sus notas y características propias.

Si bien se argumenta que se busca proteger socialmente a las personas del mismo sexo que conviven, lo que es atendible, no debemos olvidar que estas uniones cuentan con una serie de normas jurídicas o administrativas que atienden sus reclamos y seguridad social, pero desde otro encuadre jurídico y que siempre se puede mejorar. No es posible, por lo mismo, sin forzar el sentido natural y constitucional del instituto del matrimonio, pretender que dichas uniones civiles se formalicen ante un Registro Civil de las Personas, que es un ámbito que tiene su especificidad propia.

Creo que el tema de fondo a lo que apunta este reclamo no es la desprotección en su búsqueda de una posible legislación, sino a la pretensión de asimilar dichas uniones con la institución matrimonial, con todo lo que ello implica. Esto menoscaba el sentido del matrimonio; ante realidades distintas, no hay que temer hablar de ordenamientos propios. Creo, además, que es injusto descalificar con el término de discriminación, o tildar de un discurso del pasado, a quien defiende esta postura. Se puede ser progresista y defender la familia fundada sobre el matrimonio. Es más, creo que en esta postura de defensa del matrimonio hay mucho de profético para el mundo de hoy. Toda ley tiene un sentido ejemplar y orientador para la sociedad, por ello se debe evitar en ella toda confusión que no distinga lo que es distinto.

Juan Pablo II al hablar de la familia decía que es “un bien de la humanidad”. En esta afirmación está implícito el significado del matrimonio. Es de desear que este tema encuentre serenidad de reflexión y sabiduría política, en quienes, por mandato popular, tienen la responsabilidad de legislar sobre una realidad que hace al bien común y al futuro de la sociedad. Por otra parte, no considero un argumento menor a tener en cuenta la cultura del pueblo como patrimonio de una comunidad, esto lo apreciamos cuando la gente se refiere al matrimonio y lo hace espontáneamente en términos de la unión entre un hombre y una mujer, que luego serán padre y madre. En esta simple expresión hay una verdad profunda que el legislador debe saber escuchar y leer en todo su alcance antropológico y social.

He querido aportar estas reflexiones sobre un tema que considero de suma importancia. Lo hago con respeto y sin ánimo de agravio, pero sí con la libertad y espíritu de servicio a las personas e instituciones de la democracia que tienen la responsabilidad de legislar.

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