Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza su arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones» (Mensaje al Pueblo de Dios del Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios, III, 24/10/2008).
A. La enseñanza de los Apóstoles
En primer lugar, esto es la enseñanza apostólica (didaché), es decir, la predicación de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo afirma que «la fe …nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo» (Rm 10, 17).
Desde la comunión eclesial sale la voz del mensajero que propone a todos el kérygma, ese anuncio primario y fundamental con el cual Jesús comenzó su ministerio público: «el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. (Arrepentíos! Y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Y todo discípulo misionero, como los apóstoles, anuncia desde la Iglesia la inauguración del Reino de Dios, que significa la decisiva intervención divina en la historia humana con la muerte y la resurrección de Cristo: «En ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hch 4, 12). Y todo creyente puede dar por esto testimonio de su esperanza de vida, que surge siempre actual de su experiencia personal con Cristo vivo.
Con la misma la catequesis profundizamos «el misterio de Cristo a la luz de la Palabra para que todo el hombre sea irradiado por ella» (Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 20). Pero el momento culminante del encuentro con la Palabra de Dios aún hoy, para muchos cristianos, es la homilía en la celebración litúrgica. En este acto, el ministro debería transformarse también en profeta. Él debe con un lenguaje nítido, incisivo y sustancial y no sólo con autoridad «anunciar las maravillosas obras de Dios en la historia de la salvación» (SC 35). Pero también todo discípulo misionero, a través de una clara y viva lectura del texto bíblico propuesto por la liturgia – también debe actualizar según los tiempos y momentos vividos por los oyentes, haciendo germinar en sus corazones la pregunta para la conversión y para el compromiso: «¿qué tenemos que hacer?» (He 2, 37).
El anuncio, la catequesis y la predicación suponen, por lo tanto, la capacidad de leer y de comprender, de explicar e interpretar, la Palabra de Dios implicando la mente y el corazón. El card. Ratzinger, decía años atrás: “La Iglesia no es la Palabra, sino el lugar donde habita y vive la Palabra. Esto significa que la Iglesia está obligada a ser verdaderamente espacio de vida y no espacio de muerte de la Palabra. La Iglesia no puede permitir que la Palabra se pierda en la charlatanería de una persona cualquiera (un predicador?), que la Palabra se pierda en las palabras de los tiempos que cambian, sino la debe conservar en su inmutable identidad. Pero para que la Palabra sea conservada, la Iglesia debe vivirla, debe sufrirla. Debe someter las fuerzas vitales de una época al juicio de esta Palabra, pero debe poner también a disposición de la Palabra su nueva vida, carne y sangre humanos. Limitarse puramente a conservar, sería soslayar el sufrimiento, y no sería, en verdad, llevar la Palabra al tiempo presente” (Id. Dogma e Predicazione, Brescia, 2000,20).
B. La comunión fraterna
La segunda columna que sostiene la Iglesia, la casa de la Palabra es la koinonía, la comunión fraterna, otro de los nombres del ágape, es decir, del amor cristiano. Como recordaba Jesús, para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser «los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es ofrecer tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea del llamado de los profetas que constantemente unían la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social. Como lo advierte a Jesús en el Sermón de la montaña: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! Entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21). Como lo proponía Isaías: «Este pueblo se me acerca con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí» (29, 13). Son advertencias son para toda la Iglesia y para cada fiel, a fin de volvernos todos oyentes de la Palabra de Dios.
Por ello, ésta Palabra debe ser visible y legible ya en el rostro mismo y en las manos del creyente. El creyente justo y fiel no sólo «explica» las Escrituras, sino que las «despliega» frente a todos como realidad viva y practicada. San Juan Crisóstomo observaba que los apóstoles descendieron del monte de Galilea, donde habían encontrado al Resucitado, sin ninguna tabla de piedra escrita como sucedió con Moisés, ya que desde aquel momento, sus mismas vidas se convirtieron en el Evangelio viviente.
En la casa de la Palabra Divina – la Iglesia de Cristo – encontramos también a los hermanos y las hermanas de las otras Iglesias y comunidades eclesiales que, a pesar de la separación que todavía hoy existe, se reencuentran con nosotros en la veneración y en el amor por la Palabra de Dios, principio y fuente de una primera y verdadera unidad, aunque, incompleta. Este vínculo se refuerza siempre con la oración bíblica ecuménica, el diálogo, el estudio y la comparación entre las diferentes interpretaciones de las Sagradas Escrituras, el intercambio de los valores propios de las diversas tradiciones espirituales, el anuncio y el testimonio común de la Palabra de Dios en nuestro sensible a signos de unidad. Al culminar la Semana de Oración por la Unidad de los cristianos, oigamos a Benedicto XVI (21 de enero de 2007): “En verdad no somos nosotros los que hacemos u organizamos la unidad de la Iglesia. La Iglesia no se hace a sí misma, y no vive de sí misma, sino de la Palabra creadora que viene de la boca de Dios. Escuchar juntos la Palabra de Dios, practicar la lectio divina de la Biblia, que significa la lectura unida a la oración, dejarse sorprender por la novedad, que jamás envejece y que nunca se agota, la de la Palabra de Dios, superar nuestra sordera hacia aquellas palabras que van en contra de nuestros prejuicios y de nuestras opiniones, escuchar, estudiar en la comunión de los creyentes de todos los tiempos: todo esto constituye el camino a recorrer para alcanzar la unidad de la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra”.
C. La fracción del pan
La tercera columna de la casa de la Palabra de Dios – la Iglesia – es la fracción del pan. La escena de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) es una vez más ejemplar y reproduce cuanto sucede cada día en nuestras iglesias: la Palabra culmina en la Eucaristía. Éste es el momento del diálogo íntimo de Dios con su pueblo, es el acto de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo (cf. Lc 22, 20), es la obra suprema del Verbo que se ofrece como alimento en su cuerpo inmolado, es la fuente y la cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La narración evangélica de la última cena, en la celebración eucarística, con la invocación del Espíritu Santo, se convierte en realidad y sacramento.
Hay un rol “sacramental” (expresión dicha en el Sínodo) en la misma liturgia de la Palabra: no se da la actualización del sacramento sin la “celebración” de la Palabra. Un teólogo medieval, Ruperto de Deutz, no tenía temor de sobreponer el signo de la Palabra al signo de partir el pan eucarístico: “Jesús tomó el libro y lo abrió, lo cual significó que recibió de Dios toda la santa Escritura para cumplirla en sí mismo… El Señor Jesús, por tanto, tomó el pan de las Escrituras en sus manos cuando, encarnado según las Escrituras, padeció la pasión y resucitó. Es entonces cuando Él tomó el pan en sus manos y dio gracias, cumpliendo las Escrituras, se ofreció a sí mismo al Padre en sacrificio de gracia y de verdad” (R. De Deutz, Com. in Ev. s. Joannis, VI; PL 169,435ss.).
El Concilio Vaticano II declara que: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa (una única mesa) y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo» (DV 21). «la Liturgia de la Palabra y la Eucarística que están tan íntimamente unidas de tal manera que constituyen un solo acto de culto» (SC 56).
En la homilía de conclusión del Sínodo, el papa aclaró que “el lugar privilegiado en el cual resuena la Palabra de Dios, que edifica la Iglesia, como fue dicho tantas veces en el Sínodo, es sin dudas la liturgia. En ella aparece que la Biblia es el libro de un pueblo y para un pueblo; una herencia, un testamento consignado a lectores, para que actualicen en sus vidas la historia de la salvación testimoniada en lo escrito. Hay por lo tanto una relación de recíproca y vital pertenencia entre pueblo y libro: la Biblia permanece un Libro vivo con el pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en él encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad. Esta recíproca pertenencia entre pueblo y SSEE es celebrada en cada asamblea litúrgica, la cual gracias al Espíritu Santo, escucha a Cristo, porque es Él el que habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura, y se acoge la alianza que Dios renueva con su pueblo. Escritura y liturgia convergen, entonces en el único fin de conducir al pueblo al diálogo con el Señor, y a la obediencia a la voluntad del Señor”.
D. Las oraciones
La cuarta columna del edificio espiritual de la Iglesia, la casa de la Palabra, está constituida por las oraciones, entrelazadas – como recordaba san Pablo – por «salmos, himnos, alabanzas espontáneas» (Col 3, 16).
Una encuesta reciente (cf. V. Paglia, La sete della Parola, FEBIC, 2008) evidencia el poco hábito que los cristianos practicantes tienen para orar con la Biblia. Y esto no sucede por causa de la secularización, sino más bien por una falta de educación en esta perspectiva. Hay una gran sensibilidad religiosa a la oración, en general, pero no la costumbre de orar con la Biblia. Esta notable carencia manifiesta que el alma de la vida espiritual de los cristianos contemporáneos no es la Palabra. La tradición en cambio testimonia algo más positivo: “Ora asiduamente, o lee; habla con Dios o escúchalo (leyendo la SSEE)” aconsejaba san Cipriano (Ep.1). San Jerónimo: “Cuando rezas? Eres tú que hablas al Esposo; Cuando lees? Es Él que te habla a ti” (Ep. XXII,25). San Ambrosio: “¿Por qué no visitar un vez más a Cristo, hablarle, escucharlo? Hablamos con él cuando oramos; lo escuchamos cuando leemos los escritos inspirados por Dios” (De Off. 1,20).
Benedicto XVI en su mensaje a los jóvenes (2008) decía: es urgente “enseñar a leer la SSEE no como un libro cualquiera, o un libro histórico, sino por aquello que es realmente, como palabra de Dios, poniéndose en coloquio con Dios”. Para empezar a orar a partir del texto, leyéndolo, escuchándolo, meditándolo.
En la misma encuesta antes mencionada se muestra que donde existen grupos de escucha de la Palabra crece también el sentido de la fraternidad eclesial, lo cual pone de manifiesto que la SSEE desencadena la fuerza de la comunión. La lectura del SSEE aleja de aquel individualismo devocional que caracteriza la religiosidad de muchos creyentes, aún practicantes. Benedicto XVI señaló este aspecto con mucha claridad a los jóvenes reunidos en la Plaza de san Pedro el año 2008: “La SSEE introduce en la comunión con la familia de Dios. No se puede leer solos la SSEE. Ciertamente que siempre es importante leer la Biblia en modo personal, en un coloquio personal con Dios, pero al mismo tiempo es importante leerla en compañía de personas con las cuales se camima. (…) Leer la SSEE en coloquio personal con el Señor, leerla acompañados de maestros que tienen la experiencia de la fe, que han entrado en la SSEE, leerla en la gran compañía de la Iglesia, que en su liturgia estos acontecimientos se hacen de nuevo presentes, -en esa palabra- en la cual el Señor habla ahora con nosotros, de tal manera que poco a poco entremos siempre más en la SSEE, en la cual Dios habla realmente a nosotros hoy”.
E. Conclusión
Esta Asamblea Diocesana (2009) nos ha hecho interrogar sobre nuestro ser Iglesia, para identificarnos vital y conscientemente con lo que somos. Centrar nuestra mirada en la Palabra de Dios, nos anima mejor al testimonio y a la misión, nos refuerza en la comunión y en la unidad, y nos compromete a ofrecerle espacio para que Cristo, presente en medio de ella siga obrando, llamándonos a construir una historia digna. Que la Palabra de Dios brille como la luz de nuestro camino y como norma de vida personal y social.
María, la Virgen Madre, cumplió perfectamente la vocación divina de la humanidad con su misión a través de sí a la Palabra de la Alianza. Cuando dio su consentimiento al anuncio del Angel, la vida trinitaria entró en su alma, en su corazón y en su vientre, y así inauguró el misterio de la Iglesia. La Iglesia del Nuevo Testamento comienza a existir donde la Palabra encarnada es recibida, amada y servida con plena disponibilidad al Espíritu Santo. María aparece como modelo singular de la Iglesia en su relación con la Palabra. La escucha orante y la disponibilidad amorosa de un corazón bien dispuesto posibilitan siempre que la Palabra despliegue sus frutos y que la historia de los hombres se renueve.
Dejar una contestacion