Reflexiones en la Jornada del Presbiterio

Estas reflexiones han iluminado la jornada del Presbiterio el día 03 de noviembre de 2009, realizado en Casa de Itatí, Parroquia Nuestra Señora de Merced, Avellaneda.
Su contenido es un catalizador de la santidad (del servicio) de muchos de nuestros sacerdotes: la vida del presbítero tiene una referencia triangular; Dios, El y su gente. Dios y la gente son su vida. Un trío indisoluble incluso más allá del tiempo, donde el sacerdote santo espera que Dios lo acoja con su gente, para vivir siempre juntos

 
La santidad profética
del Sacerdote del  posconcilio

Cuando se habla de santidad sacerdotal el pensamiento va espontáneamente a las grandes figuras del pasado, preferiblemente del siglo XIX, ilustrado por eminentes personalidades de sacerdotes que destacaron en su tiempo, suscitando admiración y asombro por su modo de actuar e influir en la sociedad. Difícilmente el pensamiento va al sacerdote de los años del post concilio, tan sacudido- por terremotos culturales y sociales y caracterizados por un proceso de redefinición de la figura del sacerdote, no exento de incertidumbres teológicas y operativas.
Y, sin embargo, la segunda mitad del siglo pasado se puede caracterizar por una «nube de testigos» que vivieron en la tensión entre lo antiguo y lo nuevo, entre la lealtad a la Iglesia y el amor a las necesidades de su propia grey, entre expectativas y realizaciones, entre resultados prometidos y desilusiones prácticas.
Aquí quiero rendir homenaje a esos «santos anónimos», sin reconocimientos ni aureolas, que vivieron lo que se podría llamar la santidad de la difícil y costosa fidelidad creativa, una santidad profética del sacerdote. La descripción que sigue podría ser la historia de uno de los numerosos sacerdotes que en esos decenios llevaron el peso de su ministerio con una inquebrantable fidelidad a Cristo la esperanza de no quedar defraudados.
El Vaticano II había abierto el corazón a  grandes esperanzas. Se preveía una floreciente primavera, signo de la renovada juventud de la Iglesia, impulsada por un nuevo Pentecostés. El clima de entusiasmo creado por el Concilio hacía esperar un gran paso adelante de la Iglesia en el corazón de los hombres y en la sociedad. Con gran sorpresa, las iglesias, en vez de llenarse, comenzaron a vaciarse; y, después de una fugaz primavera, llegó el tardío otoño, con vientos fríos e inhospitalarios.
Y aquí comienza el calvario del sacerdote que se encuentra solo con su
gente, una gente que le presta cada vez menos atención a él, atraída por otros intereses, sumergida en un mar de informaciones que menoscaban su palabra. Comienzan los debates sobre el Vaticano II, con preguntas que se plantean a menudo, aunque no siempre se expresan: ¿Quién tiene la culpa? ¿Quién frena su aplicación? ¿Quien ha ido demasiado lejos?
Hay quienes se alinean en un lado y quienes se sitúan en el otro. El sacerdote santo primero duda, valorando y sufriendo; luego hace sus opciones, manteniendo firme el criterio evangélico de «no juzgar para no ser juzgado» y el primado de la caridad, que le impide criticar a quien no piensa como él Y, sobre todo, hace un acto de fe en el Espíritu Santo, que «habló por medio del Concilio», sabiendo que la buena semilla dará fruto a su tiempo, donde y como quiera el Dueño de la mies. Es la santidad de trabajar no tanto para obtener resultados, cuanto para ser fieles a la propia misión.
El grupo de los más fieles, que antes se reunían con él para escuchar su palabra y sus directrices, ha tomado conciencia de su dignidad de bautizados y se siente impulsado a formar parte viva del pueblo de Dios. Se constituyen los diversos consejos pastorales, donde los laicos toman la palabra y participan, unas veces con poca convicción y otras con demasiada.
No es fácil el paso del hablar al escuchar, entre otras razones porque a veces surge la contestación, se formulan juicios sumarios sobre la Iglesia y se plantean reivindicaciones insólitas de autonomía que es preciso valorar.
El sacerdote santo no rechaza o desprecia todo eso; sólo espera que pase la borrasca para volver a levantar la cabeza; medita en la Iglesia como comunión y decide seguir escuchando, pero también hablando, con paciencia y valentía, sabiendo que su comunidad se construye con la colaboración de todos, consciente de que debe aprender mucho, y de que también tiene algo que enseñar. Aquí comienza una devoción particular al Espíritu Santo. Espíritu de discernimiento, devoción que caracteriza la espiritualidad del sacerdote santo. Con la confianza en el Espíritu Santo, se dedica a construir su comunidad como fraternidad.
En la construcción de la comunidad, ante todo se ha de prestar atención a la Palabra de Dios, que «vuelve del destierro», y a la liturgia, que se convierte en «culmen et fons» de su acción pastoral. Ha sido grande el entusiasmo por la introducción de las lenguas vernáculas en la liturgia y en la proclamación de la Palabra. Pero después de las primeras asambleas, en las que la gente participa con curiosidad y atención, poco a poco se ya perdiendo el interés. Se escucha la Palabra en la propia lengua, pero no siempre se la comprende.
El sacerdote santo sabe que debe trabajar duro y se dedica a capacitarse más en los campos de la liturgia y la exégesis: Profundiza y forma a su pueblo: También propone cantos nuevos, aplica las reformas, explica lo mejor que puede la Palabra, corrige devociones populares tratando de sintonizarlas con el espíritu de la liturgia. Pero con el paso del tiempo ve que algunos no lo entienden y que los jóvenes no se interesan.
Se participa cada vez menos en las asambleas renovadas con gran esmero, aunque en muchas iglesias hay calefacción y mejores equipos de sonido, y se
ha restaurado el edificio, a veces con excelente gusto. El sacerdote santo comparte su difícil situación con sus hermanos en el sacerdocio, pero los exhorta a no caer en el pesimismo. Prosigue su labor de formación, a partir de la Palabra de Dios, meditada en la oración y anunciada. Comprende que la Palabra tiene fuerza para edificarlo a él personalmente y a su comunidad, y le dedica la parte mas tranquila de su tiempo, donde puede «contemplar» los acontecimientos de cada día a la luz de la Palabra. Está convencido de que la celebración de la Eucaristía es el corazón de su vida y de su comunidad y, aunque debe correr a muchos lugares multiplicando las celebraciones, vigila para no dejarse arrastrar por la rutina.
Hubo también un período en el que la política asumió un cariz mesiánico: «Todo es política», se decía en las cátedras y en las plazas. «La política es la forma más elevada de la caridad», afirmó Pablo VI. Algunos hermanos en el sacerdocio abrazaban con entusiasmo la política para resolver numerosos problemas, comenzando por el de los pobres. En este triunfo de la política nuestro sacerdote santo no se sentía a gusto: la reforma de las estructuras, aun siendo necesaria, ¿no parecía a veces sustituir la reforma del corazón que pide el Señor?
¿Los partidos se esforzaban al máximo por lograr que la Iglesia fuera una base electoral? Pero, ¿quién servía mejor a los pobres? Y él, pobre sacerdote ¿no corría el peligro de verse involucrado en las tensiones políticas, perdiendo la credibilidad y el afecto de su grey, además de la difícil mansedumbre evangélica? Y, ¿cómo evitar la tentación de apoyar a mi candidato respetable para obtener ventajas de él?
Dado que toda solución, incluso la de no interesarse por la política, se consideraba política, el sacerdote santo piensa que es mejor no meterse en líos, interviniendo lo menos posible, concentrándose en d Evangelio y predicando sobre las exigencias de conversión con respecto a los pobres. Y precisamente en el momento en que se habla mucho de la «opción por los pobres» y ve que algunos se sirven de los pobres, decide en su corazón no cerrar nunca su puerta a los pobres, denunciar la situación de explotación que ve, incluso aunque le den menos ofertas, y sobre todo hacer una opción de vida sobria, esencial, sin concederse más de lo que la condición media-baja de su gente puede permitirse. Con alguna excepción: los libros, costosos pero necesarios, y algún que otro viaje, relajante útil, especialmente a las misiones, para darse cuenta del mundo que cambia y de las nuevas perspectivas que se abren al Evangelio.
Con todo, mientras constata que se consolidan nuevos modelos de comportamiento y nuevos modos de pensar, por lo general rompiendo con el pasado, explotan bombas como la introducción del divorcio y la liberalización del aborto. Y precisamente cuando algunos teólogos parecían propensos a cerrar el purgatorio, el sacerdote santo constata que el purgatorio existe en especial cuando se sienta en el confesonario, donde debe mediar entre la dura norma y la fragilidad del que la debe practicar entre la fidelidad a la doctrina de la Iglesia una diversa sensibilidad del penitente entre la misericordia de Dios dispuesta a perdonar y quien en cambio exige la legitimación de sus propios comportamientos.
El sacerdote santo se siente desgarrado en su interior al constatar la brecha que se ensancha entre la ley y la realidad pero persevera invocando el Espíritu de discernimiento para las situaciones nuevas, tomando conciencia de que su tarea no consiste en rebajar las exigencias del ser cristiano, sino en ayudar a encontrar caminos nuevos para hacerlo en nuestro tiempo.
Luego están los momentos de soledad, que pesa como una losa y que desgasta interiormente. Momentos en los que se siente solo consigo mismo, necesitado de afecto y estima, solo con el Señor que calla y los demás que no comprenden, con su celibato en apariencia poco apreciado, herido por las debilidades de algunos de sus hermanos en el sacerdocio, rápidamente puestas de relieve por los medios de comunicación, que arrojan una sospecha corrosiva sobre todo el clero. Es su Getsemaní, al lado de Jesús abandonado.
Se siente aliviado cuando el Papa Benedicto XVI vuelve a hablar del purgatorio, consciente de haberlo anticipado en parte en las horas, a veces gratas, a veces difíciles, del confesonario. Pero también en las largas y oscuras horas de su soledad, sobre las que se cernía el desaliento y la depresión, pero de las que salía probado y purificado.
Su entrega pastoral ha construido una comunidad de creyentes, capaces de resistir a la erosión del laicismo, que afecta a la mayoría y condiciona la mentalidad general. El laicismo no es para él un concepto sociológico neutro, sino que son familias que se rompen, libertad de costumbres, deseo de aparecer, búsqueda de dinero fácil, poca incidencia práctica de la predicación de la Iglesia en muchos sectores.
    La avalancha parece imparable. Incluso le parece que el cristianismo es incapaz de resistir los asaltos cada vez más insistentes que le lanzan desde muchas partes. A veces cree que se encuentra ante el misterio del mal que se manifiesta con todas sus habilidades de seducción y engaño. Casi tiene miedo, porque en ocasiones se siente desarmado ante el despliegue de fuerzas al servicio de un plan oscuro. Pero luego, en el contacto orante con la Palabra, descubre que su Señor fue el primero en luchar contra el poder de las tinieblas, y abrió los ojos a sus discípulos invitándolos a la vigilancia, prometiendo también el Espíritu, que infunde valentía en la lucha y fuerza en las tribulaciones.
El sacerdote santo siente que debe perseverar en la oración, .aunque sea árida y vacía, porque sabe que en ella recibe la fuerza del Espíritu, juntamente con su consuelo. ¿No dicen los Hechos de los Apóstoles que los Así cultiva la perseverancia, redescubriendo páginas de la antigua ascética, pensando en las numerosas personas que ven la fidelidad del sacerdote como punto de referencia para la suya, que resulta cada vez más difícil. Por eso no experimenta amargura ni aflige a los demás con filípicas y lamentaciones, consciente de que el mundo está firmemente en las manos de Dios, el cual está preparando algo nuevo. A él, su humilde siervo, le toca anunciar la buena nueva de que Dios no abandona a su pueblo.
Presentadas así las cosas, parecen fáciles, incluso edificantes. Sin embargo, ¡cuántos esfuerzos ha tenido que hacer nuestro sacerdote santo!, ¡cuántas desilusiones ha sufrido!, ¡cuántas tristes sorpresas ha experimentado! Pero ha aprendido a quejarse más con el Señor que con los fieles; ha agudizado su mirada para descubrir lo nuevo que está emergiendo; mira hacia otros lugares donde avanza el Evangelio; abre su corazón a los pobres del tercer mundo; considera con simpatía las iniciativas que tienen éxito, aunque no hayan sido obra suya. Se alegra al ver el bien que hacen los Movimientos, aunque no quiera sumarse a alguno de ellos.
No duda de sus responsabilidades de pastor y no deja de anunciar la verdad íntegra, pero lo hace con caridad y delicadeza hacia las personas, sin blandir como un arma la verdad que lleva en la mano, consciente de que la primera verdad es la caridad que no acusa sino que invita a volver al Dios de la paz.
Con el paso de los años se da cuenta de que es más evangélico anunciar la belleza y la grandeza del amor de Dios, que mortificar al hombre frágil. En eso le ayudan los santos pastores que, enamorados del Amor, supieron llevar hacia ese Amor a personas descarriadas por los caminos del mundo.
Se siente pequeño y grande, siervo y sólo siervo, pero del Señor de todo, al que todo vuelve. Pequeño y grande, anunciador de un mundo que no muere. Pequeño y grande, como María que, con el paso de los años, se ha convertido para él en «vida, dulzura y esperanza».
Repasando su vida, constata que el Señor le ha cambiado el ideal de santidad a través de transformaciones imprevistas en las ciencias, en la cultura y en la sociedad; transformaciones que han cambiado las preguntas de la gente y, en consecuencia, su propia posición.
No sabe si ha respondido a esas preguntas, pero sabe que se las ha tomado en serio. Ha constatado que también la gente le ha enseñado muchas cosas, especialmente los que charlaban menos y querían ser discípulos más que maestros.
Se siente contento de haber mirado a sus superiores con respeto y a menudo también con amor, superando la tentación de la contestación o la adulación. Comprende sus dificultades, aunque en su corazón quisiera que fueran más creativos.
No le importa no haber hecho carrera. Se ríe del afán de hacer carrera, considerándolo una forma de compensación típica, que se dio incluso entre los Apóstoles.
Se alegra de haber cultivado la amistad con sus hermanos en el sacerdocio y con los que le brindaron su amistad. Y los encomienda al Espíritu que renueva la faz de la tierra, para que renueven el futuro.
Contemplando la sociedad, que sigue su camino, se admira de su extraordinaria capacidad de gestionar la complejidad, gracias al crecimiento de las competencias y de la organización. Pero se da cuenta de que el hombre es cada vez más frágil: ¿sin un fundamento y una meta logrará evitar que lo aplaste la obra de sus manos?
Teme por el futuro de los jóvenes, pero les repite: «No tengáis miedo a Cristo». Ve con claridad y gratitud infinita que «todo es gracia», incluso el haber sido conservado en el santo servicio, y reza por quienes comenzaron con él y no han continuado.
Se da cuenta de que ya todas sus reflexiones y oraciones son triangulares: Dios, él y su gente. Dios y la gente han sido su vida. Un trío ya indisoluble, incluso más allá del tiempo. Ya sólo espera que Dios lo acoja con su gente, para vivir siempre juntos.

 
Piergiordano Cabra*Consultor de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica.
26 de junio de 2009, L´OSSERVATORE ROMANO.

 

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